domingo, 26 de abril de 2009

LOS FABRICANTES DE MOMIAS


Pocos occidentales habían presenciado alguna vez el proceso de momificación de los violentos kukukukus, una etnia de Papúa-Nueva Guinea que no entierra a sus muertos. Ahora, una fotógrafa alemana ha logrado documentarlo. Cae el velo de uno de los grandes misterios de la antropología.



Tal vez porque creía en los demonios de la tierra, Gemtasu, jefe angu de la aldea de Koke, en Papúa-Nueva Guinea, había invitado a su padre. Como cada año, preparó la casa para una visita tan especial. Sabía que, de allí, su padre saldría rejuvenecido. Todos conocían los cuidados con los que Gemtasu lo atendía, su forma de venerarlo. Con esmero, pintaría de nuevo su cara y su cuerpo con los tintes rituales sacados de la naturaleza: ocre y agua para devolver el color brillante a su piel. Gemtasu reviviría así los días en que su padre vivía. Era la ventaja de haberlo disecado hace 20 años.


En el interior de Papúa-Nueva Guinea casi mil grupos étnicos se reparten el territorio peleando entre ellos desde hace al menos 60.000 años. Cada grupo cuenta con sus propias costumbres y tradiciones. No en vano es el único país en el que se hablan 700 lenguas, algo que da una idea de lo poco amistosos que son con sus vecinos. Aquí sólo hay un axioma común a todas las tribus: «Si no eres de la mía, eres mi enemigo». Esto hace de la mayoría de los papúes unos indígenas belicosos y terribles a nuestros ojos, pero entre los pueblos de Papúa-Nueva Guinea los realmente feroces y temibles son un pequeño grupo que vive en las montañas de la costa norte de la isla, en lo más alto de la región de Morobe: los angus, un pueblo al que todos los demás llaman con evidente temor «los kukukukus» y del que los antropólogos saben poco. Conformado por hombres de pequeña estatura –sólo algunos sobrepasan el metro y medio–, su belicosidad los agiganta para el resto de las etnias. Sin embargo, también ellos tienen miedo, no a otros guerreros, sino a los espíritus. Para ellos, las ánimas de los fallecidos y de los espíritus malignos habitan en la tierra, el bosque y el agua. La fuerza vital que anima el cuerpo de los vivos puede transmitirse del mundo material al espiritual. Eso origina que ningún angu entierre a sus muertos.


«Si la tierra probara sus fluidos, luego pediría más y éste sería un lugar sediento de sangre que pediría constantemente nuestras vidas», explican. ¿Qué hacen entonces con sus difuntos? Los momifican, un proceso que descubrió y presenció por primera vez la etnógrafa Beatrice Blackwood, del Museo de Antropología Pitt Rivers de la Universidad de Oxford, entre 1936 y 1937, y que ahora, 80 años después, ha logrado fotografiar la exploradora y fotógrafa alemana Ulla Lohmann, a fuerza de ganarse lenta y gradualmente la confianza de los violentos angus. Para momificar a sus difuntos, los kukukukus evisceran los cadáveres. Luego los atan con fuerza y los acuestan sobre una parrilla hecha con ramas finas bajo las que se encienden unas brasas que han de permanecer vivas día y noche. Pronto el cuerpo del difunto exuda líquidos; fluidos recogidos por los angus y, según cuentan ellos mismos, bebidos por los parientes más cercanos para recuperar la esencia vital del muerto. Estos mismos parientes velan al difunto durante dos o tres meses, hasta su total momificación. Ninguno sale de la choza, ni por un instante, y nadie sabe qué liturgias siguen.


Cuando el proceso acaba, los kukukukus llevan la momia a un panteón familiar, generalmente una cornisa en un acantilado rocoso, y allí la dejan con sus ancestros y los antepasados de la tribu. La tierra no reclamará más sangre.

viernes, 17 de abril de 2009

¿Cómo funciona el GPS?


Las siglas GPS significan Global Position System, ‘Sistema de Posicionamiento Global’. Es un sistema que permite conocer la posición de algo o alguien en cualquier lugar del mundo con una gran precisión. Este sistema fue desarrollado, instalado y operado por el Departamento de Defensa de EEUU.

Antiguamente, nuestros antepasados se guiaban por la posición del Sol durante el día y por la estrella Polar por las noches, cargaban cartas y mapas de navegación y deducían su posición basándose en el uso de la brújula y el sextante. En la actualidad, nosotros solamente necesitamos un pequeño aparato de precio asequible con GPS integrado, para conocer exactamente nuestra posición en cualquier parte del mundo.

Pero… ¿cómo funciona el GPS? ¿por qué sabe dónde nos encontramos?

El funcionamiento del GPS se basa en una red de satélites formada por 24 unidades en órbitas sincronizadas alrededor del globo terráqueo, tal como se aprecia en la imagen. Así, cualquier punto del globo está “cubierto” por varios satélites.

Para situar una posición, el GPS se basa en la triangulación, un principio matemático que determina la posición exacta de un punto conociendo las distancias de éste a otros tres puntos de ubicación conocida. Para ello solo hay que trazar tres circunferencias imaginarias con centro en los puntos conocidos y cuyos radios coincidan con la distancia del punto a determinar. Las tres circunferencias se cortan en un único punto: la posición a determinar.

Así pues, en teoría, solamente es necesario conocer la posición de tres satélites (y su distancia al aparato receptor de GPS) para poder calcular nuestra posición. Esto parece fácil, pero su aplicación supone bastantes inconvenientes, entre los que el económico no es el menor. Pero todo se soluciona con la inclusión de la medición de un cuarto satélite y algunos cálculos correctivos.

Ahora bien… ¿cómo medimos la distancia de nuestro receptor a los satélites?

La distancia a un satélite se determina comparando el tiempo que tarda una señal de radio, que éste emite, en alcanzar nuestro receptor de GPS, con la misma señal generada en el mismo instante por nuestro receptor. El retardo existente entre ambas determina el tiempo que la primera tardó en llegar. Ai ahora multiplicamos dicho valor por la velocidad de la luz obtendremos la distancia al satélite.

Pero no solamente es necesario conocer la distancia al satélite, también se debe conocer su posición, puesto que podría estar a la misma distancia desde diferentes posiciones invalidando el cálculo. Por ello los satélites se mantienen en órbitas definidas, regulares y predecibles a unos 20.000 km de altura, según un patrón que reconocen los receptores de GPS, que también reciben las eventuales correcciones de rumbo por sutiles desviaciones por evolución orbital.

La atmósfera interfiere en el tiempo de llegada de la señal desde los satélites. Una señal de GPS pasa a través de partículas cargadas en su paso por la ionosfera y luego pasa a través de vapor de agua en la troposfera, perdiendo algo de velocidad. Y lo hace de manera desigual dependiendo de la densidad de estas partículas en esa parte del mundo. Así se crea el mismo efecto que un error de precisión en los relojes a la hora de sincronizar las señales de radio.

Pero ello se arregla con la inclusión de la medición a un cuarto satélite. Cualquier error debido a la sincronización de las señales (los satélites possen un reloj atómico, pero los receptores de GPS no) o a los factores atmosféricos afectaría a las tres medidas por igual, pudiendo dar un resultado erróneo. Si el error se ha producido, la cuarta señal no coincidirá con tal punto. Entonces, el receptor de GPS realiza un cálculo averiguando qué factor correctivo aplicado a las cuato mediciones las hace coincidir en el mismo punto. Y una vez lo ha hallado lo aplica, obteniendo así la posición correcta.

sábado, 4 de abril de 2009

BIENVENIDO A LA CRISIS GLOBAL


Como un tsunami. Nunca antes una crisis había afectado a todo el planeta de una forma tan fulgurante. Los mecanismos que sirvieron para llevar riqueza a muchos rincones del mundo son los mismos que ahora aceleran el derrumbe. Hombres y mujeres de los cinco continentes nos cuentan cómo descarrilaron sus vidas.



Muchos financieros de Londres, como Sarah, ya no tienen dinero para ir a restaurantes caros. En consecuencia, Carlos, criador de aves en Argentina, se ha quedado sin su forma de ganarse la vida. Ingenieros automovilísticos, como Michael, de Detroit, se han quedado en paro y tienen que ahorrar. En consecuencia, la familia del obrero Du Jun pasa hambre en China. La industria del automóvil europea ha reducido su producción. En consecuencia, la trabajadora sudafricana Thobeka no puede pagar el colegio de sus hijos.


Uno se da cuenta de lo pequeño que se ha vuelto el mundo, mucho más pequeño de lo que esa gran palabra, `globalización´, puede hacer pensar. Durante años, economistas, empresarios y políticos pregonaron que la globalización llevaría el crecimiento económico y el bienestar al mayor número de personas en diferentes países. Los teóricos de la economía aseguraban que las crisis que afectaran a una región se verían compensadas por el crecimiento en otros lugares del planeta. Los últimos seis años de una coyuntura económica mundial muy favorable parecían darles la razón. Ya no está claro. Hace un par de semanas, el premio Nobel de Economía Paul Krugman auguraba de cinco a siete años de crisis en España. Eso, en el mejor de los escenarios. Y vaticinaba que si Europa entraba en estanflación, nuestro país tendría que reducir salarios y bajar precios un 15 por ciento. «Un camino doloroso o un camino extremadamente doloroso.» Son las únicas salidas que tiene España para salir de la crisis.


Las víctimas de la crisis económica global han hecho ya su aparición en todos los rincones del planeta. Son ciudadanos normales, como Oleg, en Moscú; Roshan, en Bombay; o Adela, en Madrid. Los efectos de la crisis financiera internacional sobre la economía real son visibles desde octubre del año pasado. La producción industrial se ha hundido: en EE.UU, en torno al diez por ciento; en Europa, un doce. En España cayó en enero por noveno mes consecutivo. El batacazo fue del 20 por ciento.


Las exportaciones también se han reducido de forma drástica. En noviembre, China exportó una quinta parte menos de bienes y servicios que unos pocos meses antes. Pero ahora la demanda se ha derrumbado y el gigante asiático se encuentra al límite de sus fuerzas debido a un exceso de capacidad productiva y a los créditos que se están quedando sin pagar. Todas las economías se resentirán. El producto interior bruto mundial (PIB) podría reducirse en 2009 por primera vez desde hace 60 años. La situación española es tan grave que el presidente del BBVA, Francisco González, la califica de «emergencia nacional» y pide un gran compromiso nacional para afrontarla.


Una crisis local que parecía limitarse al sector inmobiliario norteamericano se ha extendido a todo el mundo como una pandemia. En China, 150 millones de trabajadores sufren las consecuencias de las hipotecas tóxicas estadounidenses. En el último año, los trabajadores españoles afectados por un expediente de regulación de empleo (ERE) se han multiplicado por 13. Incluso en la lejana Australia, florecientes localidades mineras se han convertido en ciudades fantasma porque nadie quiere comprar ya los minerales que extraen. La humanidad está aprendiendo de la peor forma posible que la globalización no sigue sólo una dirección, la del rápido crecimiento del bienestar en los años buenos, sino que, en tiempos difíciles, las consecuencias también llegan casi a cada hogar del mundo.


La correa de transmisión que ha llevado la crisis a todo el planeta se llama comercio. Nunca en la historia se habían exportado tantas mercancías y servicios como en la actualidad. La mayoría de los productos de los que disfrutamos ahora serían impensables sin este circuito global. El libre comercio internacional tiene muchas ventajas para los consumidores: la oferta es más amplia y la calidad, mejor. Las reglas se basan en una eficiencia implacable: cada fabricante, cada vendedor, encarga a sus proveedores sólo la cantidad que necesita en un lugar concreto y en un momento determinado. El comprador, por lo tanto, da por supuesto que sus socios siempre serán capaces de cumplir con sus pedidos. Si no lo consiguen, se quedarán fuera del negocio. Y cuando una empresa está preocupada por la pérdida de clientes, simplemente paraliza la compra de suministros. La mayoría de las empresas están ahora preocupadas por la marcha de sus negocios, y sus cancelaciones de pedidos lo que consiguen a su vez es agudizar la crisis. Las carteras de pedidos se deshacen en la nada a velocidad de correo electrónico. Los proveedores de la industria automovilística de todo el mundo se han visto especialmente afectados, con una caída de su actividad de hasta el 70 por ciento. Sólo en el sector del automóvil español cien mil trabajadores se han ido a la calle. Y esta cifra muy probablemente se duplicará.

A la ola de quiebras bancarias la está sucediendo ahora
una ola planetaria de cancelaciones de pedidos. Como la mayor parte de las rutas de comercio que mueven los bienes de un lugar a otro son por mar, los puertos españoles están notando un descenso de la actividad: cada día hay menos contenedores en las terminales de descarga. Muchos barcos están medio vacíos, otros no entran en los puertos porque las navieras prefieren ralentizar sus viajes o incluso pararlos. Los 46 puertos del Estado movieron 473 millones de toneladas en 2008, un dos por ciento menos que el año anterior. Un carguero necesita entre uno y dos meses para cubrir el viaje desde China. La mayoría de los contenedores que están llegando estos días fueron encargados en las primeras semanas de la crisis, cuando el ambiente aún era razonablemente bueno. Pero, dado que desde entonces la cantidad de pedidos no ha hecho más que bajar, la llegada de productos a los puertos españoles también se está reduciendo. Es muy posible que el tráfico marítimo siga contrayéndose hasta el verano. Para entonces, el ánimo de los consumidores españoles podría empeorar aún más. El Instituto de Crédito Oficial considera que no hay perspectivas de que la confianza y, por tanto, el gasto en los hogares se recuperen a corto plazo.


Quien ya no vende también deja de invertir. Por lo tanto, la tercera ola de la crisis afectará a los fabricantes de las máquinas con las que se elaboran los bienes de consumo. Esta tercera ola sólo será más corta y menos violenta que las anteriores si los fabricantes de todo el mundo recuperan la confianza en su futuro cercano. En ese momento se decidirá si la crisis es corta y violenta o si nos encontramos al comienzo de una depresión profunda y duradera. En el primer supuesto, el crecimiento económico comenzará a recuperarse en 2010; en el segundo supuesto, la situación empeorará.


En este punto surge otra pregunta: ¿necesita el mundo tan imperiosamente ese crecimiento continuado? A fin de cuentas, en 2007 vivíamos bastante bien... La respuesta a esta pregunta es sencilla: sí, el mundo necesita ese crecimiento. Es el motor y la correa de transmisión del desarrollo, tanto en el norte como en el sur. En los países en vías de desarrollo, permite que su población se acerque a los niveles de bienestar del resto del mundo. En los países emergentes ayuda a satisfacer las necesidades básicas de una población en rápido crecimiento. En China empuja cada año a millones de trabajadores itinerantes como Du Jun a las ciudades, ya que el campo no les ofrece la posibilidad de sacar adelante a sus familias. En la India abre las puertas del mercado laboral a personas bien formadas, como Roshan Jha. China y la India necesitan al menos un crecimiento económico de entre el cinco y el ocho por ciento sólo para compensar la presión ejercida por el crecimiento de su población. Unos niveles de crecimiento inferiores significan miseria y hambre. Niveles mayores permiten construir infraestructuras y un sistema educativo o mejorar la asistencia médica.


Las sociedades ricas de Europa y Norteamérica precisan también de un crecimiento continuo del producto interior bruto: es cierto que vivimos en un nivel increíble de bienestar, pero debemos asegurarnos de que disfrutaremos de él de forma duradera. Nuestros sistemas de protección social necesitan mayores ingresos para financiar las necesidades de una población cada vez más envejecida. Con una productividad siempre en aumento, sólo el crecimiento económico puede mantener estables los niveles de empleo. Al mismo tiempo, las infraestructuras se desgastan día a día y hay que renovarlas. Además, surgen nuevas necesidades, por ejemplo en los campos de la protección medioambiental o en la lucha contra las enfermedades. Pero sólo nos podemos permitir el desarrollo de nuevas tecnologías para solucionar todos estos problemas si nuestra economía crece y disponemos de recursos suficientes para el desarrollo de nuevas ideas.


En el futuro se tratará más de la calidad que de la cantidad de crecimiento. Un objetivo podría ser, por ejemplo, no buscar la producción de un segundo o incluso un tercer vehículo para cada ciudadano, sino el desarrollo de un coche eléctrico asequible, confortable y con una amplia autonomía. Sin crecimiento, nuestra economía también se derrumbaría. «Cuanto más profunda sea la crisis –afirma Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y crítico de la globalización–, mayores tendrán que ser las ayudas estatales.»


A pesar de las malas experiencias, el mundo tiene que volver a confiar en los efectos positivos de la globalización. Si en algún lugar del mundo se genera un ambiente positivo, éste se extenderá al resto del planeta mediante el comercio. Ese ambiente surgirá en aquellos lugares donde la gente tiene poco que perder y mucho que ganar. El argentino Carlos Aubone está planeando una nueva ofensiva exportadora para su carne de ñandú y el indio Roshan Jha se ha puesto a trabajar en un nuevo comienzo. Podría ocurrir que sean los abatidos países industrializados quienes se beneficien del optimismo de las naciones en vías de desarrollo y de los países emergentes. Si así sucediera, nos encontraríamos por fin ante la certificación de los efectos positivos de la globalización sobre nuestro planeta.