sábado, 4 de abril de 2009

BIENVENIDO A LA CRISIS GLOBAL


Como un tsunami. Nunca antes una crisis había afectado a todo el planeta de una forma tan fulgurante. Los mecanismos que sirvieron para llevar riqueza a muchos rincones del mundo son los mismos que ahora aceleran el derrumbe. Hombres y mujeres de los cinco continentes nos cuentan cómo descarrilaron sus vidas.



Muchos financieros de Londres, como Sarah, ya no tienen dinero para ir a restaurantes caros. En consecuencia, Carlos, criador de aves en Argentina, se ha quedado sin su forma de ganarse la vida. Ingenieros automovilísticos, como Michael, de Detroit, se han quedado en paro y tienen que ahorrar. En consecuencia, la familia del obrero Du Jun pasa hambre en China. La industria del automóvil europea ha reducido su producción. En consecuencia, la trabajadora sudafricana Thobeka no puede pagar el colegio de sus hijos.


Uno se da cuenta de lo pequeño que se ha vuelto el mundo, mucho más pequeño de lo que esa gran palabra, `globalización´, puede hacer pensar. Durante años, economistas, empresarios y políticos pregonaron que la globalización llevaría el crecimiento económico y el bienestar al mayor número de personas en diferentes países. Los teóricos de la economía aseguraban que las crisis que afectaran a una región se verían compensadas por el crecimiento en otros lugares del planeta. Los últimos seis años de una coyuntura económica mundial muy favorable parecían darles la razón. Ya no está claro. Hace un par de semanas, el premio Nobel de Economía Paul Krugman auguraba de cinco a siete años de crisis en España. Eso, en el mejor de los escenarios. Y vaticinaba que si Europa entraba en estanflación, nuestro país tendría que reducir salarios y bajar precios un 15 por ciento. «Un camino doloroso o un camino extremadamente doloroso.» Son las únicas salidas que tiene España para salir de la crisis.


Las víctimas de la crisis económica global han hecho ya su aparición en todos los rincones del planeta. Son ciudadanos normales, como Oleg, en Moscú; Roshan, en Bombay; o Adela, en Madrid. Los efectos de la crisis financiera internacional sobre la economía real son visibles desde octubre del año pasado. La producción industrial se ha hundido: en EE.UU, en torno al diez por ciento; en Europa, un doce. En España cayó en enero por noveno mes consecutivo. El batacazo fue del 20 por ciento.


Las exportaciones también se han reducido de forma drástica. En noviembre, China exportó una quinta parte menos de bienes y servicios que unos pocos meses antes. Pero ahora la demanda se ha derrumbado y el gigante asiático se encuentra al límite de sus fuerzas debido a un exceso de capacidad productiva y a los créditos que se están quedando sin pagar. Todas las economías se resentirán. El producto interior bruto mundial (PIB) podría reducirse en 2009 por primera vez desde hace 60 años. La situación española es tan grave que el presidente del BBVA, Francisco González, la califica de «emergencia nacional» y pide un gran compromiso nacional para afrontarla.


Una crisis local que parecía limitarse al sector inmobiliario norteamericano se ha extendido a todo el mundo como una pandemia. En China, 150 millones de trabajadores sufren las consecuencias de las hipotecas tóxicas estadounidenses. En el último año, los trabajadores españoles afectados por un expediente de regulación de empleo (ERE) se han multiplicado por 13. Incluso en la lejana Australia, florecientes localidades mineras se han convertido en ciudades fantasma porque nadie quiere comprar ya los minerales que extraen. La humanidad está aprendiendo de la peor forma posible que la globalización no sigue sólo una dirección, la del rápido crecimiento del bienestar en los años buenos, sino que, en tiempos difíciles, las consecuencias también llegan casi a cada hogar del mundo.


La correa de transmisión que ha llevado la crisis a todo el planeta se llama comercio. Nunca en la historia se habían exportado tantas mercancías y servicios como en la actualidad. La mayoría de los productos de los que disfrutamos ahora serían impensables sin este circuito global. El libre comercio internacional tiene muchas ventajas para los consumidores: la oferta es más amplia y la calidad, mejor. Las reglas se basan en una eficiencia implacable: cada fabricante, cada vendedor, encarga a sus proveedores sólo la cantidad que necesita en un lugar concreto y en un momento determinado. El comprador, por lo tanto, da por supuesto que sus socios siempre serán capaces de cumplir con sus pedidos. Si no lo consiguen, se quedarán fuera del negocio. Y cuando una empresa está preocupada por la pérdida de clientes, simplemente paraliza la compra de suministros. La mayoría de las empresas están ahora preocupadas por la marcha de sus negocios, y sus cancelaciones de pedidos lo que consiguen a su vez es agudizar la crisis. Las carteras de pedidos se deshacen en la nada a velocidad de correo electrónico. Los proveedores de la industria automovilística de todo el mundo se han visto especialmente afectados, con una caída de su actividad de hasta el 70 por ciento. Sólo en el sector del automóvil español cien mil trabajadores se han ido a la calle. Y esta cifra muy probablemente se duplicará.

A la ola de quiebras bancarias la está sucediendo ahora
una ola planetaria de cancelaciones de pedidos. Como la mayor parte de las rutas de comercio que mueven los bienes de un lugar a otro son por mar, los puertos españoles están notando un descenso de la actividad: cada día hay menos contenedores en las terminales de descarga. Muchos barcos están medio vacíos, otros no entran en los puertos porque las navieras prefieren ralentizar sus viajes o incluso pararlos. Los 46 puertos del Estado movieron 473 millones de toneladas en 2008, un dos por ciento menos que el año anterior. Un carguero necesita entre uno y dos meses para cubrir el viaje desde China. La mayoría de los contenedores que están llegando estos días fueron encargados en las primeras semanas de la crisis, cuando el ambiente aún era razonablemente bueno. Pero, dado que desde entonces la cantidad de pedidos no ha hecho más que bajar, la llegada de productos a los puertos españoles también se está reduciendo. Es muy posible que el tráfico marítimo siga contrayéndose hasta el verano. Para entonces, el ánimo de los consumidores españoles podría empeorar aún más. El Instituto de Crédito Oficial considera que no hay perspectivas de que la confianza y, por tanto, el gasto en los hogares se recuperen a corto plazo.


Quien ya no vende también deja de invertir. Por lo tanto, la tercera ola de la crisis afectará a los fabricantes de las máquinas con las que se elaboran los bienes de consumo. Esta tercera ola sólo será más corta y menos violenta que las anteriores si los fabricantes de todo el mundo recuperan la confianza en su futuro cercano. En ese momento se decidirá si la crisis es corta y violenta o si nos encontramos al comienzo de una depresión profunda y duradera. En el primer supuesto, el crecimiento económico comenzará a recuperarse en 2010; en el segundo supuesto, la situación empeorará.


En este punto surge otra pregunta: ¿necesita el mundo tan imperiosamente ese crecimiento continuado? A fin de cuentas, en 2007 vivíamos bastante bien... La respuesta a esta pregunta es sencilla: sí, el mundo necesita ese crecimiento. Es el motor y la correa de transmisión del desarrollo, tanto en el norte como en el sur. En los países en vías de desarrollo, permite que su población se acerque a los niveles de bienestar del resto del mundo. En los países emergentes ayuda a satisfacer las necesidades básicas de una población en rápido crecimiento. En China empuja cada año a millones de trabajadores itinerantes como Du Jun a las ciudades, ya que el campo no les ofrece la posibilidad de sacar adelante a sus familias. En la India abre las puertas del mercado laboral a personas bien formadas, como Roshan Jha. China y la India necesitan al menos un crecimiento económico de entre el cinco y el ocho por ciento sólo para compensar la presión ejercida por el crecimiento de su población. Unos niveles de crecimiento inferiores significan miseria y hambre. Niveles mayores permiten construir infraestructuras y un sistema educativo o mejorar la asistencia médica.


Las sociedades ricas de Europa y Norteamérica precisan también de un crecimiento continuo del producto interior bruto: es cierto que vivimos en un nivel increíble de bienestar, pero debemos asegurarnos de que disfrutaremos de él de forma duradera. Nuestros sistemas de protección social necesitan mayores ingresos para financiar las necesidades de una población cada vez más envejecida. Con una productividad siempre en aumento, sólo el crecimiento económico puede mantener estables los niveles de empleo. Al mismo tiempo, las infraestructuras se desgastan día a día y hay que renovarlas. Además, surgen nuevas necesidades, por ejemplo en los campos de la protección medioambiental o en la lucha contra las enfermedades. Pero sólo nos podemos permitir el desarrollo de nuevas tecnologías para solucionar todos estos problemas si nuestra economía crece y disponemos de recursos suficientes para el desarrollo de nuevas ideas.


En el futuro se tratará más de la calidad que de la cantidad de crecimiento. Un objetivo podría ser, por ejemplo, no buscar la producción de un segundo o incluso un tercer vehículo para cada ciudadano, sino el desarrollo de un coche eléctrico asequible, confortable y con una amplia autonomía. Sin crecimiento, nuestra economía también se derrumbaría. «Cuanto más profunda sea la crisis –afirma Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y crítico de la globalización–, mayores tendrán que ser las ayudas estatales.»


A pesar de las malas experiencias, el mundo tiene que volver a confiar en los efectos positivos de la globalización. Si en algún lugar del mundo se genera un ambiente positivo, éste se extenderá al resto del planeta mediante el comercio. Ese ambiente surgirá en aquellos lugares donde la gente tiene poco que perder y mucho que ganar. El argentino Carlos Aubone está planeando una nueva ofensiva exportadora para su carne de ñandú y el indio Roshan Jha se ha puesto a trabajar en un nuevo comienzo. Podría ocurrir que sean los abatidos países industrializados quienes se beneficien del optimismo de las naciones en vías de desarrollo y de los países emergentes. Si así sucediera, nos encontraríamos por fin ante la certificación de los efectos positivos de la globalización sobre nuestro planeta.

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