lunes, 22 de diciembre de 2008

Viaje al Big Bang del cambio climático


El lago Limnopolar es uno de los lugares más frágiles del planeta. Un gran tubo de ensayo en el Polo Sur donde científicos españoles analizan la evolución del clima terrestre. Viajamos con el buque de investigación oceanográfica Las Palmas al epicentro del cambio climático. Una odisea en las aguas más peligrosas del mundo.



Limnopolar. Ya el nombre resulta evocador. Un lago purísimo en la Antártida. Un ecosistema intacto en una de las zonas que más está sufriendo el calentamiento global. Llegar hasta allí es una odisea. Hay que cruzar el paso del Drake, donde colisionan los océanos Atlántico y Pacífico, las aguas más turbulentas del mundo. Dicen los marinos que por debajo de los 40 grados de latitud sur no hay ley y que por debajo de 50 no hay Dios. Y el Drake se adentra en los 60 grados. Pero merece la pena correr el riesgo. Manuel Toro, del Centro de Estudios Hidrográficos del Cedex, es uno de los responsables del fascinante Proyecto Limnopolar, que ocupa a una treintena de investigadores. Me pone los dientes largos: «El 95 por ciento del hielo es permanente en isla Livingstone, excepto en la península Byers. Allí se ubica el lago Limnopolar. Uno de los lugares más delicados del planeta. Prístino, impoluto. De una pureza y una simplicidad extremas. Ese lago permanece cubierto de nieve nueve meses al año. Es un sensor térmico excelente. Un gran tubo de ensayo». Así que me embarco en el buque de investigación oceanográfica (BIO) Las Palmas, de la Armada Española, que sirve de taxi a los científicos que viajan a la Antártida. Éste es un fragmento de mi particular cuaderno de bitácora.


Sábado 22 de noviembre de 2008. ¿Funcionará el perejil? Llego a Ushuaia (Argentina) confiado en las virtudes terapéuticas de un manojito de perejil pegado al ombligo con esparadrapo, remedio ancestral contra las náuseas de los marinos que han surcado el Mare Nostrum. «La biodramina de los fenicios», me aseguraron. Pero la sonrisilla de David Fuentes, el capitán médico a bordo del BIO Las Palmas, cuando le comento la jugada, hace menguar mis esperanzas de cruzar el endemoniado paso del Drake con cierta gallardía. En la enfermería del buque hay pastillas, parches, gotas e inyecciones. «Pero es mejor no sugestionarse. Hay científicos que se marean todavía en puerto», tercia Raúl Sánchez, alférez enfermero. «No te preocupes. Cuidaremos de ti», me anima.


Al primer vistazo, dan ganas de cantar aquello de «había una vez un barquito chiquitito» (41 metros de eslora), pero a diferencia de la canción, éste sabe navegar, porque ha salido airoso en las peores aguas del mundo. Sobrevivir a vientos de 120 kilómetros y a olas de diez metros son gajes del oficio. Pintado de color naranja, destaca en el puerto. Y todo el mundo lo conoce. «Es pequeño, pero resultón; y muy querido», comenta José Antonio Prian, jefe de máquinas. El buque español ha participado en varios salvamentos, como el del Lyubov Orlova, un crucero de turistas ruso que en 2006 naufragó en isla Decepción, evitando de paso un desastre ecológico. El armador no les dio ni las gracias.


El Las Palmas fue un remolcador de altura, diseñado para transportar plataformas petrolíferas en el mar del Norte, antes de convertirse en buque de investigación. Su dotación: 30 hombres y cuatro mujeres. En este viaje a la Antártida transporta a 11 científicos (especializados en glaciología, geomagnetismo, biología y meteorología), además de a cinco técnicos búlgaros, encargados de abrir la base San Clemente, y a un periodista sugestionable, servidor. El barco cumple 30 años, una edad provecta. Es espartano. Camarotes para 12 en marinería; para tres en oficiales. Y tiene achaques. Probablemente será una de sus últimas campañas antárticas. Luego, quizá, irá al desguace. O, quizá, España lo venda a otra Marina.


Zarpamos a las nueve de la mañana de Ushuaia, «el fin del mundo y el principio de todo», rezan los folletos turísticos. La dotación de maniobra forma en cubierta. Salimos en demanda del canal del Beagle, escoltados por la lancha del práctico. La alférez de navío Carmen Ramírez, jefa de aprovisionamiento, nos da una charla sobre actuaciones en caso de emergencia. Nos asignan balsas de salvamento. No obstante, la navegación por el Beagle es placentera. Dejamos Puerto Williams (Chile) a estribor. El práctico, Eduardo, es argentino. Y comenta el pique entre Ushuaia y Puerto Williams: ambas se consideran la población más austral del mundo. La rivalidad en el canal que lleva el nombre del bergantín en el que navegó Darwin es enconada. Hace 30 años, Chile y Argentina estuvieron a punto de entrar en guerra por un quítame allá esas islas. Medió el papa Juan Pablo II. Pero el ramalazo territorial sigue latente. En los faros viven familias, porque es más patriótico que automatizarlos. Si contactas por radio con el de cabo de Hornos, no es extraño que te responda la mujer del farero mientras prepara unas centollas para comer. Al llegar a Punta Moat desembarca el práctico. En la cámara de oficiales, cine y palomitas. En `Bulgaria´, como llaman al camarote de los balcánicos, se consuelan compartiendo una botella de rakia ante lo que se avecina: 900 kilómetros con el mar de través antes de alcanzar el abrigo de las islas Shetland del Sur.


Domingo 23 de noviembre. Latitud 60º 40.9 S. Longitud 64º30.9 W. Mar de fondo. No he salido del camarote, salvo para vaciar la vejiga, en 24 horas. De pie, me mareo. Así que estoy echado en el camastro, encajonado entre una impresora y un mamparo, en un duermevela salpicado de ráfagas de introspección. Me siento muy poquita cosa. Al barco lo llaman, apropiadamente, `la coctelera´, pero navega decidido a una velocidad de 11 nudos (unos 20 kilómetros por hora). En el camarote, los objetos parecen más vivos que yo. Una grapadora da una carrerita. La papelera rueda. Mis botas caminan solas. La silla se tumba. Ir al aseo se me antoja una expedición heroica.

El marinero Tanausú Trujillo me trae dos manzanas que me reavivan. Puedo repasar documentación. Malas noticias. Si la temperatura media global se eleva dos grados, los pingüinos se situarán al borde de la extinción en medio siglo. ¿Alarmismo? No parece, si tenemos en cuenta que una placa de hielo de unos 1.500 kilómetros cuadrados amenaza con desgajarse de la península, que ya se ha calentado dos grados y medio en los últimos 50 años. Sería un iceberg monstruoso. Y el agujero de la capa de ozono sobre la Antártida sigue engordando. La NASA calcula que este año ha alcanzado una extensión de 27 millones de kilómetros cuadrados (la superficie conjunta de Rusia y China).


Por fin disminuye algo el balanceo y salgo a comer un bocadillo. El comandante, Gerardo Rodríguez, me explica que las olas vienen de aleta y trincan más el barco. Pero que todavía queda un día de Drake. Y que no está siendo especialmente malo. En el último se registraron escoras de 45o en el inclinómetro. El alférez de fragata Javier Guillamón, que dormía en una litera superior, voló en un bandazo y aterrizó en el suelo. El comandante es gaditano. Buen conversador, me habla con admiración de la odisea polar del explorador Shackleton. «Fracasó, sí, pero no perdió a uno solo de sus hombres.» Andaluces, canarios, gallegos, murcianos y dos latinoamericanos componen la tripulación. Los españoles conocen bien este mar, que cruzó Francisco de Hoces en 1525, antes que el pirata Francis Drake. En justicia, debiera llamarse mar de Hoces, pero la Corona española procuraba mantener en secreto sus descubrimientos, mientras que los ingleses bautizaban cartográficamente cada palmo ganado a lo desconocido.


Hoy es el cumpleaños de doña Carmen (en el barco, la cortesía militar obliga al tratamiento de usted). Es su tercera campaña antártica y su novio, chileno, es oficial en un rompehielos. Se ven de uvas a peras, pero una vez sus buques coincidieron en isla Decepción, un volcán en forma de herradura, con una bahía interior a la que se accede sorteando peligrosos témpanos, y ambos se las ingeniaron para desembarcar unos minutos y darse el beso más romántico de la historia del Polo Sur.


Me espabilo. Ceno en el comedor de oficiales. Estamos en aguas antárticas. Salgo al alerón y la sensación es heladora. El comandante coordina por radio con el personal de la Unidad de Tecnología Marina (UTM) de la base Juan Carlos I, del CSIC, en isla Livingston, los desembarcos previstos. Las zódiacs deben hacer un largo tránsito de cuatro millas hasta un arrecife.


Lunes 24 de noviembre. Latitud 62º50.4 S. Longitud 61º41.0 W. Cielos cubiertos, visibilidad regular y marejada. Las islas Shetland se perfilan en el horizonte. En el puente se extrema la vigilancia. Los radares buscan hielo flotante. Grupos de pingüinos barbijos se zambullen a nuestro paso. Una ballena resopla a estribor. Comienza a nevar. En cubierta se amontona el trabajo. Hay que dejar a varios científicos y descargar material en la base Juan Carlos I y luego abrir la base búlgara y el campamento de Byers coincidiendo con la pleamar. El tiempo apremia.


Las embarcaciones van cargadas a tope. Material de comunicaciones, palas para desenterrar de la nieve los iglús y las provisiones. Es obligatorio el traje de supervivencia. Sin él, el peligro de muerte si caes al mar sería extremo: las aguas son tan frías que sólo tendrías tres minutos para ser rescatado antes de sucumbir a una hipotermia. Aparece una foca leopardo, atraída por el ruido. Son peligrosas. Se meriendan a los pingüinos y hace unos años devoraron a una buceadora inglesa.


Manuel Bañón, meteorólogo, ya está acostumbrado a asearse con toallitas de bebé. La Antártida todavía tiene una cualidad romántica que el Ártico perdió por la codicia humana. «Existe un pacto de caballeros que dejó en suspenso las reclamaciones territoriales. No hay soberanías. Pero tampoco hay Policía, aunque sí inspecciones. Lo que la salva, de momento, es que explotar sus recursos es muy costoso. Se ven pesqueros piratas que faenan la merluza negra, pero lo más importante es que el turismo no se desmadre.» La población en el Polo Sur varía estacionalmente: en el verano austral, 6.000 investigadores y personal logístico; y 40.000 turistas. En invierno, sólo mil moradores con vocación de asceta.
«Algunos barcos turísticos se la juegan. Los pasajeros han pagado mucho dinero y ellos deben cumplir unos plazos. Pero en aguas antárticas los plazos dependen de las condiciones meteorológicas», me explica el comandante. Si pagas entre 4.000 y 10.000 euros por el viaje, exiges verlo todo. De vez en cuando desembarca algún ataúd en Ushuaia. Las evacuaciones son muy complicadas. Los militares argentinos y chilenos van a sus bases operados preventivamente de apendicitis. Y el Comité Polar Español obliga a chequeos rigurosísimos.


Martes 25 de noviembre. Latitud 62º41.2 S. Longitud 60º58.9 W. Al ocaso, baja visibilidad y mar muy gruesa. Visito la base Juan Carlos I. La preocupación por no contaminar es obsesiva. El plato fuerte de la jornada es el desembarco en la península Byers. De madrugada. Diana a las cuatro y media. El viento ronda los 25 nudos, el límite para operar con las zódiacs. Byers es uno de los lugares más protegidos del planeta. Hacen falta permisos especiales para acceder a él. Está prohibido utilizar medios mecánicos. La descarga de material se realiza a mano. Tampoco se permiten vehículos. Los científicos se dirigen a patita a Limnopolar. Allí estudiarán los efectos del cambio climático en su ecosistema, reconstruirán el clima de hace cinco mil años, buscarán virus que quizá sirvan para fabricar los antibióticos del futuro. «Intentamos predecir si las algas, los invertebrados o las cianobacterias que allí habitan sobrevivirán o desaparecerán con el calentamiento de la Tierra y establecer modelos que nos darán pistas sobre el impacto del cambio climático en el resto del mundo», me informa Manuel Toro. Dormirán en tiendas de campaña, procurando no ser aplastados por los elefantes marinos. Un macho puede pesar más de dos toneladas.


Regreso al barco. Hay turnos para llamar por el teléfono satelitario. Cinco minutos cada tres días. Pero no hay Internet hasta llegar a Ushuaia. Se hace duro pasar seis meses a 12.000 kilómetros de España. Y más en Navidad.

sábado, 13 de diciembre de 2008

¿CANSANCIO? CONTROLE LA TIROIDES


Mujer, embarazada o en edad fértil, con síntomas de agotamiento y piel seca... puede sufrir hipotiroidismo. un análisis a tiempo es la solución.



Apenas sobrepasa los 40, pero se encuentra un poco cansada y, a veces, deprimida. Nota que gana peso y no ha variado sus hábitos de comida, hace dieta y no responde o responde mal, se le cae el pelo, nota la piel un poco seca… Puede tener todos estos síntomas o sólo alguno.


Estadísticas muy recientes calculan que un dos por ciento de la población española, en su mayor parte mujeres, puede tener un hipotiroidismo subclínico encubierto y que las probabilidades aumentan si se encuentra entre los 40 y los 50 años. Este trastorno, inicialmente, no da síntomas o éstos son inespecíficos y sólo se detecta por alteraciones analíticas. Por este motivo, el doctor Sergio Donnay, miembro del Grupo del Tiroides de la SEEN (Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición), recomienda hacer medicina preventiva (análisis de sangre), sobre todo a las mujeres embarazadas o en edad fértil con intención de embarazo, ya que si tuvieran la enfermedad, aun en fase muy temprana, repercutiría en el desarrollo neuronal del bebé.


El único aviso de que el tiroides no funciona bien es la elevación de la TSH, una hormona situada en la hipófisis, encargada de estimular la fabricación de las hormonas tiroideas, llamadas T3 y T4. Actúa como un termostato, que activa o desconecta la actividad del tiroides. Así, si el nivel de hormonas tiroideas en sangre baja, la hipófisis aumenta la producción de TSH, y al revés, lo que se detecta en los análisis.


Aunque hay hipotiroidismo por diversas causas (falta de yodo, ingesta de algunos fármacos…), en un 80 o un 90 por ciento de los casos lo que ocurre es que el tiroides funciona mal porque los anticuerpos antitiroideos no son capaces de producir hormonas tiroideas. La revisión médica permite detectar a través de unos análisis de sangre estos anticuerpos.

lunes, 8 de diciembre de 2008

El `oro azul´ ya tiene su mapa del tesoro


El 96 por ciento del agua dulce es subterránea y, además de un valor en alza, un recurso estratégico. ¿Habrá guerras por ella?



La desertización llama a las puertas de muchos países y la contaminación global no se detiene. En el futuro, la prosperidad de un territorio se medirá en metros cúbicos de agua dulce, cuyas reservas son ya un recurso estratégico para cualquier nación. Y eso que sólo el cuatro por ciento del agua dulce del planeta está en la superficie; el resto, en inmensos acuíferos subterráneos: 273, según la Unesco, que acaba de publicar un mapa del tesoro, un auténtico plano de las reservas planetarias del `oro azul´ y que forma parte del programa Isarm, un estudio sobre la gestión futura de los depósitos de agua subterránea, a menudo compartidos por varios países y, así, potenciales fuentes de conflicto internacional: cualquier actuación de una nación afectaría a las reservas de las demás. El desierto del Sáhara se extiende sobre un mar de agua dulce, el Nubian Sandstone, compartido con Sudán, el Chad, Libia y Egipto, y el gigante Acuífero Guaraní, en Suramérica, ocupa una superficie mayor que la de España, Portugal y Francia. Resulta vital por ello explotar de manera racional esas reservas y evitar así futuras «guerras del agua» a escala global.