viernes, 18 de septiembre de 2009

DELFINES ROSADOS


Los indígenas los veneran y los temen como a dioses. Estos curiosísimos delfines sólo habitan en las aguas más cristalinas del río Amazonas y son de un extraño color rosado. Los occidentales apenas saben de su existencia y rara vez han sido fotografiados. Éstos son los últimos ejemplares que existen.


Remaba lentamente en el interior de la selva más extensa del mundo. Sin un ruido, dejándose deslizar por el impulso del remo, Joao avanzaba por uno de los miles de afluentes del río Negro, padre del Amazonas. La selva que lo rodeaba era su casa y en ella se sentía confortable. Pero el río… El río era la frontera de lo desconocido, la casa de unos espíritus con los que Joao prefería no contactar.

La pesca era cada día más escasa. La contaminación del agua llegaba a cientos de kilómetros río abajo matando todo a su paso y obligándolo a internarse más y más en aquel afluente desconocido. Allí había anacondas, caimanes y nutrias gigantes. Y luego estaban los fantasmas rosados.

Cuando Joao recogía por segunda vez la red, brillante de peces, una sombra rosada cruzó bajo su canoa. La visión lo dejó paralizado. Entonces la sombra se materializó como un extraño delfín que, de forma juguetona, atrapó la red, tiró de ella y se divirtió persiguiendo a los peces capturados en su interior. Joao soltó el apero y huyó aguas abajo, presa del pánico. Sus miedos se habían hecho realidad. Se había topado con una inia, el más poderoso de los espíritus del Amazonas.

Pocos animales despiertan tanta reverencia y superstición entre los indígenas de la cuenca amazónica como los botos, los delfines rosados. Y, sin embargo, a pesar de que fueron descubiertos para la ciencia en 1832, pocos son los occidentales que conocen su existencia y aún menos los que los han visto. Tanto es así que no se conocían buenas fotografías submarinas de los botos hasta que Mark Carwardine y Kevin Schafer decidieron convivir con ellos algunas semanas y capturaron en imágenes al fantasma amazónico.

Los botos son la mayor de las cinco especies de delfines de río que existen en el mundo. En sus orígenes llegaron del Pacífico hace alrededor de 15 millones de años y se adaptaron de tal manera a la vida en agua dulce que hoy se extienden por los cauces fluviales del Amazonas y el Orinoco sin que, hasta la fecha, se haya podido realizar un censo fiable de sus poblaciones. No es de extrañar. Son animales esquivos que buscan aguas limpias donde encontrar las más de 50 especies de peces que, como poco, componen su dieta. Y allí donde el hombre `civilizado´ se asienta, el agua no dura mucho tiempo limpia.

Los indígenas, sin embargo, han convivido con los botos (o `inias´, como ellos los llaman) desde que llegaron a la selva. Entre los diferentes pueblos, estos delfines son considerados espíritus poderosos. Se dice que por las noches salen del río, se convierten en hombres apuestos y seducen a las muchachas. A pesar de ello, ningún indígena los mata. Para ellos son encarnaciones de espíritus que se vengarán ahogando a aquel que ose hacerles daño. Por desgracia, el hombre blanco no piensa lo mismo.

Desde el inicio de la exploración de la cuenca amazónica los delfines de río han empezado un declive imparable. La contaminación acaba con ellos. Los buscadores de oro utilizan mercurio, un veneno que se acumula en el sistema digestivo de los animales hasta matarlos. Los vertidos de las explotaciones madereras, petrolíferas y de gas se suman a la destrucción. Y la construcción de presas hidroeléctricas se ha añadido a estos poderosos enemigos.

Hace tres décadas, las fundaciones conservacionistas de medio mundo advirtieron del peligro que suponían las mismas amenazas para otro delfín de río: el baiji o delfín del río Yangtze. Pese a que en 1979 el Gobierno chino lo declaró al borde de la extinción y a que en 1983 quedó prohibida su caza, tres años más tarde sólo quedaban 300 ejemplares, en 1990 bajaron a 200 individuos y en 1997, tras la construcción de la presa de las Tres Gargantas, apenas llegaban a 50. Como resultado final, en 2006 murió el último delfín del Yangtze y la especie se dio oficialmente por extinguida.

Mientras se lucha por la conservación de su hábitat, los científicos que estudian a los botos siguen asombrándose de su capacidad de adaptación y de sus particularidades. Los delfines rosados son los más grandes de todos: los machos rondan los tres metros de longitud y superan los 170 kg de peso. Su cuerpo está adaptado a la vida en la selva sumergida. La vida de los botos transcurre en este mundo lleno de vericuetos submarinos donde infinidad de troncos y ramas forman un laberinto de escasa visibilidad. Para poder nadar entre tanto obstáculo y buscar sus presas, cuentan con un sentido muy desarrollado de ecolocación. Mientras nadan, los delfines emiten sonidos que rebotan en los objetos que los rodean permitiéndoles `dibujar´ en su cerebro el paisaje que tienen delante. Y para poder maniobrar entre tanto obstáculo tienen dos grandes aletas pectorales y unas vértebras sin soldar en la zona del cuello que les permiten moverlo mucho más que cualquier otra especie de delfín, tanto de río como marino.

La gran movilidad entre obstáculos hace del boto un delfín lento que apenas supera los 2 km/h, pero la potencia de su zona caudal le permite realizar rápidos sprints de más de 20 km/h, en caso de verse amenazado. También su hocico, largo y dentado, lo ayuda en sus pescas por las aguas turbias de la Amazonia. En el extremo, unos pelos sensibles a modo de bigotes afinan la localización de sus presas. Y a todo este arsenal adaptativo se le añade una extraordinaria inteligencia que permite a estos delfines ponerse a la cabeza de los predadores del río.

Tal vez por su inteligencia o por su extraño color, que varía desde el gris hasta un rosa intenso en función del riego sanguíneo de los capilares que cubren su cuerpo –son más rosados cuanta más actividad desarrollan–, los indígenas los tomaron por seres superiores. Por desgracia, nuestro mundo civilizado no tiene interés en saber nada de ellos. Y, como le sucediera al delfín del río Yangtze, gran parte de la humanidad ni siquiera sabrá que han existido.

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