Pequeños, frágiles, lentos, llamativísimos, totalmente indefensos. El blanco perfecto de sus predadores... Los nudibranquios [`branquia desnuda´] son caracoles sin concha, un molusco en carne viva en el durísimo mundo submarino. Como se ve, no las tienen todas consigo para sobrevivir, pero, bien mirados, se apañan mejor que nadie. Pese a que viven poco –un año los más longevos, un mes los que menos–, sobreviven mucho. ¿La clave? Han hecho de la necesidad, virtud: se alimentan de los animales y las sustancias más tóxicas del océano –hidroideos, esponjas, hidrozoos– e incorporan esa toxicidad a su piel, que se vuelve brillante y de colores y que, lejos de atraer, espanta. Comunica a las demás especies: «Soy tóxico. Si me comes, mueres». Además, son caníbales: a malas, si el hambre aprieta, los nudibranquios se comen entre sí. Y suelen hacerlo. Muchos están incluso especializados en depredar a una única especie –de esponjas, por ejemplo–, de la que copian su color mediante los tejidos ingeridos –el fenómeno se llama `homocromía alimentaria´–, con lo cual se camuflan perfectamente ante sus posibles atacantes. Otros incorporan a su propio cuerpo las cápsulas urticantes de los hidrozoos (a las que son inmunes), adoptándolas como un arma contra sus predadores, o utilizan la energía del Sol; en este caso, incorporándola de los nutrientes de las algas fotosintéticas que comen. Por si fuera poco, y para acabar ya de garantizar la supervivencia de la especie, son hermafroditas: machos y hembras a un tiempo en el mismo cuerpo. Se aparean con cualquiera de su especie, ‘embarazándose’ así por partida doble. De chuches, nada.
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