Han sido el terror de los mares durante 400 millones de años. Sin embargo, en una década las cosas han empezado a cambiar. Sus aletas se han convertido en un tesoro capaz de generar millones de euros. La ONU ya ha dado la voz de alarma para detener la masacre, pero... ¿será demasiado tarde?
En mitad de aquel océano en calma, nada hacía sospechar a nuestro protagonista que en su tranquila jornada de pesca iba a darse de bruces con el mayor predador conocido. Ajeno al peligro, sólo aguardaba alguna captura que le alegrara el día. En mañanas calmadas como aquélla, no era infrecuente toparse con algún jurel de buen tamaño o con algún pequeño tiburón, su más codiciado trofeo. Tras unos minutos de espera, un apetecible trofeo apareció en el horizonte: una caballa que, al deslizarse bajo el agua, desprendía unos destellos plateados. Valiéndose de sus extraordinarias dotes para la pesca, sólo tardó un minuto en atraparla.
Y entonces llegó el ataque: una fuerza desconocida lo sacó del mar y lo puso sobre una superficie metálica y fría. Y allí, a machetazos, le seccionaron las extremidades. Su dolor se mezcló con el asombro. Aquellas criaturas salvajes lo estaban mutilando sin piedad. Pero cuando daba por seguro que iba a recibir el golpe mortal, lo arrojaron de nuevo al agua.
El azul volvió a rodearlo. Podía oler su propia sangre y notar cómo sus fuerzas lo abandonaban. Trató de nadar, pero sus aletas ya no estaban. Su destino era caer al fondo del mar, donde le aguardaba una muerte lenta y agónica causada por unos seres a los que ni siquiera era capaz de imaginar: los humanos.
Hasta 2003, cuando la práctica fue prohibida, los palangreros franceses, en el Índico, y los cerqueros españoles y franceses, en el Atlántico, practicaban este tipo de pesca, denominada
finning (de la palabra inglesa finn, ‘aleta’), que consistía en atrapar tiburones, cortarles las aletas y arrojarlos al agua sin apéndices, donde morían lentamente por asfixia, ya que la inmensa mayoría de los escualos necesita desplazarse e introducir agua a través de sus branquias para respirar.
Esta práctica era, hasta hace poco, la mayor amenaza para los tiburones, porque los escualos, comercialmente, no interesaban a las grandes corporaciones pesqueras. Y, aunque muchos morían atrapados en las redes de arrastre y deriva, el número no era suficiente como para ponerlos en peligro. Pero hace 20 años las cosas empezaron a cambiar. Con el colapso de muchas especies comerciales por culpa de la sobrepesca, los tiburones atrajeron el interés de las flotas pesqueras. Y los emergentes mercados asiáticos, sobre todo el Chino, hicieron que la demanda de escualos se disparase. La suma de estos factores provocó que a principios de los 90 se comenzaran a escuchar las primeras voces de alarma: algunas especies de tiburón estaban en riesgo de extinción.
El pasado 18 de diciembre, Naciones Unidas, en vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, adoptó una resolución que va a obligar a tomar medidas para la conservación de los tiburones. Todo un logro. Proteger delfines, marsopas o ballenas, animales que despiertan nuestra simpatía, había sido fácil. Pero para las organizaciones que han promovido la protección de los escualos, unos animales que han despertado el odio y el temor de los hombres desde el origen de los tiempos, la tarea ha sido titánica.
Los tiburones matan a una treintena de personas cada año. Eso hace que sea difícil erradicar su imagen de monstruo sediento de sangre. Y eso que de las 368 especies conocidas, sólo 30 son peligrosas. Esa idea hace muy difícil la protección de una especie de la que se capturan 200 millones de ejemplares al año. Y no son las flotas asiáticas las que más atrapan; ese honor corresponde a los barcos españoles.
La Unión Europea capturó, en 2005, alrededor de cien mil toneladas de tiburón. La flota española fue la que más aportó, 37.400 toneladas, un 39 por ciento del total. Los palangreros españoles, que tenían a los tiburones como un producto secundario de sus pesquerías, más centradas en el atún o el pez espada, han pasado a basar su actividad en los escualos, que hoy suponen el 67 por ciento de sus capturas.
Como resultado de la excesiva actividad pesquera, de las 40 especies de tiburones y rayas evaluadas por la Unión Mundial para la Naturaleza (UICN), un tercio está amenazado de extinción y al menos otro 20 por ciento lo estará pronto. En el Atlántico, tintoreras, marrajos, peces zorro y peces martillo están en trance de desaparecer, según la UICN. Las primeras, los tiburones pelágicos más pescados en el mundo, han menguado un 70 por ciento en el Atlántico Norte desde 2005.
La amenaza de extinción se cierne desde hace años. Ya en 1999, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) ratificó un Plan de Acción Internacional para la conservación de los tiburones sujetos a extracción pesquera. En el plan se fijaban tres principios rectores: la participación de todos los países que pescaran estos animales, una política de cupos que garantizase la continuidad de la actividad pesquera y el permiso a ciertas poblaciones pobres para pescar escualos mediante sus artes tradicionales. Los conservacionistas se felicitaron, pero su alegría duró poco. La realidad demostró que, pese a las medidas, la situación iba a peor.
La resolución adoptada hace un mes por Naciones Unidas ha vuelto a exigir una pesca racional que permita un uso sostenible de los recursos. Sobre el papel, el plan es intachable, pero ¿tendrá el mismo escaso efecto que el plan de la FAO?
Los tiburones llevan en el planeta 400 millones de años. Antes de que los dinosaurios dominaran la Tierra o de que los mamíferos aparecieran sobre los continentes, los tiburones ya se habían convertido en un exitoso diseño biológico que iba a sobrevivir durante eras hasta nuestros días. Pero estos animales, que fueron inmunes a extinciones masivas, cambios geológicos de proporciones apocalípticas y a la competencia con criaturas surgidas de miles de años de experimentación evolutiva, tienen un talón de Aquiles. Los tiburones son animales de crecimiento lento y con un índice de reproducción muy bajo; es decir, tardan mucho en ser sexualmente activos y tienen pocas crías a lo largo de sus vidas. Si se pescan demasiados individuos, las poblaciones tardan mucho en recuperarse y esto hace que una pesca excesiva los acerque peligrosamente a la desaparición.
Y de nuevo unos animales que estaban aquí millones de años antes de la aparición de nuestra especie dependen ahora de que seamos capaces de poner en práctica unas normas que nos permitan seguir compartiendo el mundo con ellos. Deberíamos conseguirlo. Aunque sólo fuera para poder seguir aprovechándonos de ellos.