El bebé amaneció empapado en sangre. Su madre, Elisa Santos, pensó que había muerto. Lo había acostado en su cuna en perfecto estado y apenas siete horas más tarde parecía haber sufrido un terrible accidente. ¿Sería cosa de los muchos espíritus a los que tanto temen las gentes rurales de Venezuela? Nadie había entrado o salido de la casa durante la noche; sólo una ventana abierta comunicaba el sofocante cuarto del niño con el exterior. ¿Qué había pasado?

La sorpresa vino cuando el niño se despertó. No parecía dolido y miraba tranquilo a su madre. Elisa buscó, rauda, las heridas de aquella terrible sangría, pero lo único que encontró fueron algunos cortes diminutos de los que aún brotaban pequeñas gotas de sangre. Cuando Leslie Panting, un médico rural de la comunidad, se acercó a ver al pequeño, confirmó sus sospechas: unos murciélagos habían entrado por la ventana y con su habitual sigilo se habían alimentado de la sangre del niño con tanta delicadeza que el pequeño ni siquiera lo había notado. Los agudísimos dientes de los vampiros le habían hecho diminutos cortes en la piel y su saliva anticoagulante, el resto.
Los padres se quedaron aterrorizados. Habían oído historias terribles sobre murciélagos y vampiros… El doctor Panting los tranquilizó; lo verdaderamente peligroso de los vampiros es la posibilidad de que contagien algunas enfermedades, pero su mordedura y su avidez de sangre no van mucho más allá de la de unos cuantos mosquitos. Las heridas son superficiales y, salvo en el caso de que muchos ataquen a una sola víctima durante la noche, las consecuencias no pasan de un susto. Todo lo demás, son añadidos de la superstición… y la literatura fantástica.
Los murciélagos arrastran una leyenda negra que aún cala en nuestra supuestamente descreída y pragmática civilización y sólo su nombre provoca en la mayoría un rechazo y un temor inmediato. Sin embargo, los murciélagos son unos animales beneficiosos para el hombre, absolutamente inofensivos y, por si fuera poco, un prodigio de la adaptación.
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