El reciente maremoto del océano Índico dejó tras de sí miles de víctimas humanas. Pero en el Parque Nacional de Yala, en la castigada costa oeste de Sri Lanka, no se encontró ni un solo animal muerto. Todos lograron ponerse a salvo. ¿Percibieron señales que los turistas no fueron capaces de identificar? ¿Pueden los animales anticiparse a las tragedias? La comunidad científica busca respuestas.
Las aves se congregaron en bandadas y volaron hacia el interior de las llanuras que cubren la mayor parte de los 1.300 kilómetros cuadrados del Parque Nacional de Yala, en Sri Lanka. Los elefantes emprendieron una retirada hacia las montañas. La fauna del parque parecía atender a una extraña llamada. Búfalos, ciervos y sambares siguieron los pasos de los paquidermos. Todos, parecían oír la misma `voz´. Todos menos los turistas que recorrían el parque. Poco podían imaginar que en ese momento, a pocos kilómetros de allí y bajo las aguas del Índico, se acababa de producir el mayor terremoto registrado en la Tierra desde hacía 40 años. Las olas comenzaron su avance. Dos horas después llegaban a las costas de Sri Lanka penetrando tres kilómetros y medio hacia el interior con una fuerza devastadora. Los hoteles de la costa quedaron destruidos. Y al menos 60 turistas perecieron. Pero en el parque no se encontró ni un solo animal muerto. ¿Percibieron los animales el peligro a miles de kilómetros de distancia? ¿Qué señal les llegó para que tuvieran tiempo de ponerse a salvo?
Los científicos llevan siglos buscando una explicación lógica a estas manifestaciones animales. Sin embargo, las investigaciones de geólogos y zoólogos van coincidiendo en las explicaciones. Cuando se genera un terremoto, se desencadenan alteraciones físicas en la superficie terrestre. En primer lugar, se producen cambios en el equilibrio eléctrico del aire cuando los movimientos tectónicos liberan cargas eléctricas por la flexión de los minerales. En segundo lugar, el movimiento y la fractura de la corteza terrestre producen gran cantidad de ruido; ondas sonoras de bajísima intensidad que se adelantan al seísmo como aviso de la ruptura. Después, hay un afloramiento de gases subterráneos, especialmente de gas radón, que permanece en el subsuelo antes de los grandes terremotos. En cuarto lugar, cuando el calor generado por la fricción y la ruptura de las rocas alcanza las aguas subterráneas, se genera un vapor que escapa a la atmósfera formando nubes serpentiformes. Por último, la actividad sísmica origina cambios en el magnetismo terrestre.
Todas estas circunstancias provocan variaciones eléctricas, magnéticas, sonoras, visuales y olfativas. Y todas son perceptibles por los sentidos, siempre y cuando éstas sean lo suficientemente agudas. Y es ahí donde los animales nos llevan ventaja. De todas estas variaciones, los hombres sólo percibimos las visuales, pero las nubes de los terremotos no siempre se producen y, en caso de hacerlo, habría que saber interpretarlas. El resto de las señales se nos escapan. El oído humano es sensible a las ondas sonoras entre 1.000 y 4.000 ciclos por segundo (CPS), mientras que los infrasonidos previos a un seísmo suelen ser de unos 100 cps.
Sin embargo, para algunos animales, como los elefantes, estos infrasonidos están dentro de su rango auditivo y son de uso diario. En las sabanas de África, los guardas del siglo pasado comentaban que existía una extraña percepción entre los grupos de elefantes de una zona. Cuando se cazaba a alguno, el resto de las manadas del área desaparecía. A fines del siglo XX, la científica Joyce H. Poole descifró el enigma. Por medio de infrasonidos, los elefantes pueden comunicarse a kilómetros de distancia. Así que su oído está preparado para oír la llamada de alerta de la Tierra cuando se quiebra su superficie.
Detectar el olor de los gases emitidos por la corteza terrestre también es una tarea fácil para algunos `especialistas´. Mientras nosotros tenemos cinco millones de células nerviosas olfativas, un perro posee unos 220 millones. Y la capacidad de percepción de cada una de ellas es muy superior a las nuestras; tanto, que los científicos estiman que el olfato de un perro es un millón de veces superior al humano.
Con los cambios en las condiciones electromagnéticas de la superficie terrestre sucede lo mismo. Las aves migratorias se guían por estos campos de energía y algunas, como las marinas o los petirrojos, detectan ínfimos cambios en el magnetismo terrestre. Por último, los seísmos generan vibraciones que se trasmiten por el suelo y el agua a miles de kilómetros de distancia. Y como sismógrafos de precisión, ciertos animales las perciben y diferencian, por su frecuencia e intensidad, de las miles de vibraciones diarias.
Ese `sentido de la vibración´ es el que permite a las abejas facilitar las coordenadas de un campo de flores a sus compañeras o el que ayuda a que un petirrojo diferencie los movimientos de sus congéneres de los de un gato que se acerca. Entre los animales este sentido es un medio de comunicación más. Es fácil, pues, imaginar que el mensaje de un terremoto de intensidad 9 les llegaría fuerte y claro. Pero aún quedan más preguntas. Cuando las olas asolaron el Parque Nacional de Yala, ¿cómo se enteraron los animales que no tenían oídos infrasónicos o `sentido de la vibración´? Tal vez la vida de la selva nos dé la respuesta.
Cuando un predador anda de caza, la selva se calla a su paso. Se produce un silencio en un lugar donde cientos de sonidos componen un todo. Este mutismo se debe a las llamadas de alerta que emiten algunos animales vigías. En India y Sri Lanka son los monos langures, pavos reales y sambares -un tipo de ciervo- los que gritan estas voces. Tal vez, tras la percepción de los grandes `especialistas´ sensoriales, como aves marinas, elefantes, leopardos, perros y gatos domésticos, el resto de los habitantes de Yala recibió el aviso y se puso a salvo. Todos, menos los humanos.