lunes, 19 de mayo de 2008
Manadas: La fuerza de la unión
La experiencia de miles de años ha enseñado a las especies que vivir en grupo es mejor que hacerlo solas: las tareas se reparten y sus miembros están más protegidos. Pero cada manada ha desarrollado una estrategia propia. La vida les iba en ello.
El líder ya ha elegido su presa. La cacería está a punto de empezar. Manada contra manada. Cara a cara, dos especies enfrentadas durante siglos. Dos enemigos acérrimos que han superado las pruebas de la vida con idéntica solución evolutiva: apoyándose en la fuerza del grupo.
El lobo alfa, el jefe de la manada, da la señal. Ahora, todos saben que el objetivo es un joven caribú que pasta, tranquilo, en las inmensas llanuras del norte de Alaska. Visto así parece una víctima irremediable. Pero los lobos saben que la tarea no es tan sencilla. Alrededor de su presa pastan otros ciento cincuenta mil caribúes. Y los lobos saben por experiencia que nada protege más a una presa que la unión del rebaño.
Así que se reparten la tarea. Cada uno sabe con absoluta exactitud lo que tiene que hacer: un par de ellos despejará los flancos; otros dos correrán tras la presa; el quinto, el sexto y el séptimo se abrirán para salir al encuentro de los perseguidores cuando tengan que relevarlos en la carrera. Todo está organizado según la experiencia de una manada que se formó muchos siglos atrás.
Pero en cuanto el primer lobo asoma tras la colina que les sirve de improvisado refugio, los vigías de la manada de caribúes dan, rápidos, la voz de alarma. Como activados por un resorte, millares de animales se lanzan de inmediato a la carrera y la presa desaparece literalmente entre un bosque de patas, cuernos y pieles en una huida frenética. Los lobos ni lo intentan. Saben que sin la baza a su favor del factor sorpresa ya no tienen nada que hacer. Una vez más, el grupo ha conseguido salvar a uno de sus miembros.
Como en el caso de los caribúes y los lobos, las ventajas que proporciona a los animales formar parte de un conjunto son tantas y dan tan buenos resultados que miles de especies, entre las que se encuentra la nuestra, lo utilizan como arma evolutiva de supervivencia. En líneas generales, el número ayuda a la hora de evitar el ataque de los predadores por dos razones: por puro cálculo de probabilidades y por la defensa conjunta de los adultos hacia los pequeños.
Los bueyes almizcleros, por ejemplo, cierran sus filas formando un círculo perfecto. Los cuernos quedan al exterior, mientras que las crías permanecen seguras en el interior. Y ningún predador se atreve con una docena de bueyes adultos en formación.
Por otra parte, el grupo permite la división de tareas, de manera que cada uno aporte al bien común aquello que mejor sabe hacer. Cuando un grupo de babuinos medra por la sabana, hay machos adultos encargados de la vigilancia, madres que se ocupan de los recién nacidos, jóvenes que se encargan de los más pequeños, guías expertos en el terreno y algunos centrados en localizar comida. El grupo se mueve como uno solo y ante cualquier eventualidad cada uno ocupa el lugar que le corresponde a fin de asegurar el bien de la comunidad.
La formación de grupos permite, además, la transmisión de experiencias y, en mayor o menor grado, según la evolución de la especie, el aprendizaje de las experiencias vividas por los individuos de forma particular.
Los chimpancés de Gombe, por ejemplo, aprendieron a utilizar piedras y palos para partir nueces, y hoy las nuevas generaciones saben hacerlo mientras la mayoría de las comunidades de chimpancés del mundo jamás lo han logrado. Y tardarán en conseguirlo.
Si algo nos queda claro en el reino animal, es que la unión hace la fuerza. No importa el grado de evolución de los organismos o el lugar donde éstos vivan: la cohesión resulta siempre ventajosa respecto al individuo. Algo que, por desgracia, le cuesta recordar con frecuencia a la más evolucionada y compleja de todas las especies: la nuestra.
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